Se trata de una forma de diversión única, pero socialmente costosa. Los grafiteros pintan, ensucian, plasman y tal vez, aunque remotamente, pretenden comunicar a costa de la molestia y del bolsillo ajeno.
La conspiración del grafito

Lugar donde sucedio la nota: Guadalajara
Autor: Pablo Arredondo Ramírez Periodico: Mural Fecha: 7 mayo, 2001
Topicos que se abordan en la nota: Arte / Autoridades incompetentes / Búsqueda de reconocimiento / Contaminación visual / Control de grafiteros / Daño por graffiti / Delincuencia / Imagen urbana / Inconformidad ciudadana por el graffiti / Muralismo / Pandillerismo / Quejas / Vandalismo
Aborda el fenomeno desde que dimensión de la legalidad: Ilegal / Legal
En las paredes. En las blancas, pero también en las no tan blancas paredes. En las defensas de los autobuses, en los costados de los tanques del transporte público, en las banquetas, en las fuentes secas y hasta en los monumentos históricos. En las zonas residenciales al igual que en las populares. No sé si en las lápidas de los panteones -hace tiempo que no visito a los que se adelantaron- pero definitivamente sí en las murallas del campo santo, al menos en el de mi ciudad. Sin respeto por el reposo de los caídos, ni por el afán de quienes sueñan con la pulcritud de sus fachadas, aparecen por doquier los rastros de esa estirpe a la que la tradición napoleónica caracterizó alguna vez como “la canalla”. Aquellos seres bajos o ruines que ven en los muros el medio de su expresión. Nada que ver, desde luego, con los muralistas. Y supongo que tampoco con los propagandistas de cualquiera de los partidos que conforman la miríada política de nuestra incipiente democracia, aunque en términos estéticos la balanza dude sobre cuál de los extremos escoger. Como sea, allí están, salpicando jeroglíficos modernos con el favor de la pintura de “spray”. Plasmando emes invertidas, dobleús incomprensibles y griegas que no lo son, aes que quisieran parecerse a las alfas y todo tipo de signos ajenos al léxico de los seres comunes y corrientes. Nombres y frases crípticas. ¿A quién se dirigen, qué desean comunicar? Como casi todo en este pequeño mundo, el fenómeno está muy lejos de ser exclusivamente local. El italiano lo bautizó con el nombre de “graffito”. Los estadounidenses, lo adaptaron (como a casi todo en estos días) para referirse a él como el “graffiti“: “drawings, words, etc, painted or written on a hard surface”. Tal como lo define el diccionario de Oxford. Y nosotros, los hispanohablantes deberíamos referirnos a él simple y sencillamente como el “grafito” (no confundir con el mineral de textura compacta, color negro agrisado, lustre metálico, graso al tacto y compuesto casi exclusivamente de carbono, que se utiliza para hacer lapiceros, crisoles refractarios y otras aplicaciones industriales, al decir de la Real Academia de la Lengua Española). El “grafito” es, pues, un modo de expresión universal. Una manera más de manifestación global. Desde la adolorida Zagreb hasta los barrios de latinos al este de Los Angeles es posible observar el léxico de los grafiteros. Algunos de ellos con francas inclinaciones y capacidades artísticas. Hábiles receptores y difusores de valores populares, de símbolos históricos torcidos por el poder establecido, los grafiteros multiplican sus huellas por todos los rincones del paisaje urbano. Los mejores devienen en verdaderos muralistas, expresivos comunicadores de la natural frustración juvenil, traductores de incontables tradiciones culturales (incluyendo las religiosas). Los más, sin embargo, no pasan de ser (o de parecer) tan insensatos e ineptos como cualquier junior rechinando llantas en el pavimento. Antropólogos, sociólogos y comunicólogos los han convertido ahora en objetos (¡perdón! sujetos) de complicados análisis. Los grafiteros se comunican a través de códigos sólo descifrables en el estrecho círculo de sus compinches, sus camaradas. Son tan crípticos (¿y tan útiles?) como los miembros de cualquier comunidad académica de las que prevalecen en nuestras universidades. Ellos, los indescifrables, los inaccesibles. Al decir de ciertas interpretaciones, la escritura en las paredes es una forma de marcar el territorio, tal y como proceden los lobos y otros caninos. Grafiteros y pandillas, “gangas”, parecerían ir de la mano. Los grafiteros abandonaron las paredes de los baños públicos y los autodescalificadores lemas del “aquí estuvo tu padre, hijo de la chingada” (¿quién resultaría ser el hijo de tan preclara señora?, ¿el que estuvo en el lugar o el lector recién llegado?), para plagar los espacios de textura dura, y de abierta difusión, con los enigmáticos símbolos de la modernidad. Desde otras ópticas, el grafito es una expresión de la marginalidad social y económica. Una manera de resistir el embate del poder establecido, público y privado. Una forma de gritarle desde la oscuridad del anonimato a los poderosos: “Aquí estoy, no te vas a librar de mí”. Interpretaciones no tan complicadas, ancladas en el menos común de los sentidos, apuntan a lo que parecería evidente: se trata de una forma de diversión única, pero socialmente costosa. Los grafiteros pintan, ensucian, plasman y tal vez, aunque remotamente, pretenden comunicar a costa de la molestia y del bolsillo ajeno. Una proporción de los impuestos públicos y de los presupuestos privados deben canalizarse a resarcir los daños causados por tanto afán comunicativo de la presunta marginalidad (no son pocos los niñitos bien que participan en la loable tarea de salpicar el de por sí inhóspito paisaje de las ciudades). Los grafiteros, al menos los peores de ellos, poco o nada tienen que ver con las ansias del artista, ni con las del luchador social. Nada más lejos de ello. Son, en el mejor de los casos, ingenuos arrastrados por la “creatividad” de sus pequeños líderes. Verdaderos roedores urbanos. Incansables consumidores de “sprays” y de fantasías rebeldes francamente atrevidas. Sujetos guiados por la obsesión de echar por tierra la conspiración de quienes buscan sostener la palidez de los muros citadinos. Es difícil tratar de comprender el “porqué” -la razón de ser- de los grafiteros. Un “porqué” globalizado pero, igualmente, condicionado a las realidades de cada localidad y cultura en nuestro mundo. El grafito, graffito o graffiti está aquí y se multiplica. Y con esa forma de expresar o ensuciar (usted escoja el término) deberán convivir ahora y en el futuro previsible nuestros espacios urbanos. Cultura marginal o forma de ocio, lo cierto es que los grafiteros parecieran -quizá sin proponérselo- formar parte de una conspiración universal: la de los fabricantes de pintura en “spray” y de la llamada vinílica. Ellos son los verdaderos ganadores de esa batalla que libran por una parte los grafiteros y por la otra los restauradores de la tersa palidez de los muros. Ambos bandos están obligados a recurrir a sus productos. Como los bandos en guerra en relación con los fabricantes y traficantes de armas. Así es la conspiración del grafito. ¡Enhorabuena por la marginalidad social y artística productiva! O como quien dice, no hay lugar ajeno para la ganancia en el capitalismo. A seguir rayando… las paredes.