Es mediodía y el Sol está a reventar. Vestido con un chaleco adornado de estoperoles, gafas Ray-Ban y con su mochila cargada de latas de aerosol, pintura y brochas, Satterugly mira a su alrededor, espera a que nadie lo observe pero sobre todo, a que no pase una patrulla, y brinca la barda.
De un lado es Avenida López Mateos y su respectivo tráfico, del otro es una casona abandonada, invadida por plantas, con ventanales oxidados y sin cristales, y decorada en las paredes por graffiti de todo tipo, desde la vulgar línea hasta las bombas y los murales.
Guadalajara tiene un mundo underground muy reservado y que conocen bien los graffiteros. Sus sitios se promueven de la forma más sencilla, uno se entera y le cuenta a otro, y así llegó la ubicación de este sitio al artista callejero Satterugly, quien ahora busca una pared para pintar dos murales.
De este lado de la Ciudad, Satterugly se abre paso entre hierbas y ramas, conforme avanza suena más fuerte el silbido de los pájaros y llega hasta la casona donde duerme profundamente un vagabundo y no se da cuenta de que tiene visitas.
Satterugly como firma su obra, o Iván Montoya (Guadalajara, 1984) como lo conoce su madre, no tiene necesidad de salir a la calle y pintar de manera ilegal. Su obra se expone en galerías -como la famosa Crewest, de Los Ángeles, California, donde exponen reconocidos artistas callejeros- y los murales que realiza son porque se los piden: pero aquí está de nuevo, en una propiedad privada, ilegal, dice que para volver a la esencia del graffitero.
“A veces disfruto más poder hacer este tipo de trabajos. Es como una descarga”, dice Satterugly, moreno, de estatura baja y con una barba incipiente.
A los 13 años Iván ya rayaba las calles de la Ciudad. Fue a esa edad que encontró su nombre artístico, Satter, y el Ugly se lo agregaron sus espectadores porque en sus obras aparecen siempre personajes feos, extraños, con trompa de puerco y pezuñas, sucios, que parecen violentos.
Satterugly busca en la casa una pared para trabajar. Pasa de lo que parece fue la sala, a una habitación, con el pie hace a un lado cajetillas de cigarros, botellas de cerveza, latas de aerosol, y observa las rayas de sus colegas, encimadas, una sobre otra, algunas son firmas o dibujos.
Todas las obras que tenemos enfrente son efímeras, dice Satterugly, y como él, quien hoy fondeará con pintura blanca encima de otra obra para hacer la suya, después llegará alguien más y hará lo mismo.
El patio de la casa es más bien una extensión al bosque de la Primavera de tantos árboles y arbustos que crecieron hasta ser tallos fuertes y macizos. Ahí, entre más latas de aerosol, hojas con imágenes pornográficas y hasta condones usados, encuentra una pared para trabajar.
Más allá, cerca de donde huele a baño público -y así lo evidencia el papel usado-, Satterugly se encuentra una vieja y destartalada combi, ahí se planta, saca sus latas y con pintura blanca fondea sobre las rayas sin orden. Guarda silencio, se concentra, y empieza su mural.
Lo que parece una pata, es la nariz de este personaje de antifaz. Sucio, con acné, un vago si se le observa con indiferencia, o desde otra perspectiva es una Luna poco poética. Y remata con una frase que provoca al moderno capitalismo “nunka nada es todo”.
“No hay límite, el límite es tu estilo, ambición, trabajo, dedicación, nunca estás satisfecho, siempre quieres ir más allá, dar un paso más, nunca nada es todo, siempre hay algo más”, dice y guarda silencio cuando mira a dos personas que entran a la propiedad corriendo, y detrás de ellos, un policía armado.
A lo lejos, un policía más mira a Satterugly, pero continúa con su carrera. El graffitero no termina con los detalles del mural, apurado guarda las latas en su mochila y lamenta que sus manos estén manchadas de pintura porque lo incriminan.
Trata de irse en silencio pero cada paso cruje con la hojarasca. Camina y mira hacia atrás para asegurarse que no lo sigan. Sube unas escaleras que apenas reconoce y ahí en la esquina de una habitación con un boquete por ventana y espera.
Afuera se escucha la radio de los policías. Sus pasos. Pasan 45 minutos en silencio y ya no se escucha nadie. Luego otra vez se escuchan los pasos y vuelve la tensión. Sin embargo ya no son los policías, es el vagabundo. Y como entró a la propiedad, sale de ella, brinca la barda.
“Así es la vida de un graffitero”, expresa Satterugly y mejor invita a la pinta de un graffiti legal.
“No hay límite, el límite es tu estilo, ambición, trabajo, dedicación, nunca estás satisfecho, siempre quieres ir más allá, dar un paso más, nunca nada es todo”.
Satterugly
Graffitero